"Se
olvida a menudo que el mundo moderno, bajo otra forma, es el mundo burgués, el
mundo capitalista. Es un espectáculo divertido ver cómo nuestros socialistas
anticristianos, concretamente anticatólicos, sin darse cuenta de su
contradicción, ensalzan el mismo mundo y lo denigran, el mismo, bajo el nombre
de burgués y capitalista. [...] Olvidamos, pues, que el advenimiento del mundo
moderno fue, a la vez, el advenimiento del mismo mundo político, parlamentario,
económico, burgués y capitalista." - Charles Péguy (escritor cristiano francés)
La influencia de la ideología liberal en
nuestros medios de comunicación –y por consiguiente en lo que se ha dado a
llamar “la opinión pública” – es hoy tan cruda y manifiesta que algunos
periodistas, políticos o actores han denunciado la existencia de un
“pensamiento único”. Me parece algo incontestable. Creo que es un término que
define a la perfección la uniformidad ideológica que caracteriza el paisaje
mediático contemporáneo. Dicha uniformidad alcanza cotas máximas cada vez que
las instituciones capitalistas son confrontadas a una amenaza, sea esta real o
ficticia (campaña contra el Brexit, Donald Trump vs Hillary Clinton, guerras de
Libia o Siria…). La coincidencia absoluta de los presentadores de todos los
canales, la amplitud de las mentiras difundidas, el desfile de artistas
apesebrados dando la misma opinión a modo de coro,… pueden ser comparadas, sin
un ápice de exageración, a la propaganda de cualquier estado totalitario.
Sin embargo, podemos observar que, la de que
los medios reproducen un “pensamiento único”, es una acusación que tiene una
doble vertiente: los que están en contra del liberalismo económico
remarcarán, acertadamente, que el discurso crítico en contra de las políticas
de austeridad, la privatización de sectores claves de la economía (banca,
energía, sanidad, educación, etc.) o la desigualdad entre pobres cada vez más
pobres y ricos cada vez más ricos, ocupa un espacio absolutamente marginal (si es
que ocupa algún espacio) en los debates televisivos y las tertulias
radiofónicas. De la misma forma, pero en sentido opuesto, los que están en
contra del liberalismo
cultural (que es a lo que se refieren muchos cuando hablan, de manera
equivocada, de “marxismo cultural”) pueden denunciar, de manera igualmente
acertada, que sería impensable que hoy en día un presentador de televisión
defendiera abiertamente la expulsión de los inmigrantes clandestinos y la pena
de muerte para violadores y pederastas o que se posicionara contra el
matrimonio homosexual, el derecho al aborto o la presencia de mezquitas
financiadas por países del Golfo.
El hecho, es que este “discurso único” aparece
sistemáticamente desdoblado: por un lado, tenemos un discurso económicamente
correcto (que suele gustar más a la burguesía de derechas) y un discurso políticamente
correcto (que suele ser del agrado de la burguesía de izquierdas). Nótese
que la misma división del trabajo es la que existe a nivel universitario. El
rol de las facultades de economía y ADE es formar a lectores de elEconomista.es
y la Razón; el de las facultades de letras y humanidades es formar lectores de
Diario Público y eldiario.es. Cada sector tiene su ortodoxia concretamente
definida, así como sus maneras de definir la “incorrección”. La cuestión
reside, pues, en preguntarse: esta dualidad interna del pensamiento único… ¿es
ilógica? ¿o, por el contrario, se trata de una dualidad filosóficamente
coherente? Desde mi punto de vista, es algo totalmente coherente.
En efecto, hoy es habitual diferenciar entre un
“buen” liberalismo (político y cultural) que se situaría a la izquierda
del espectro político, y un “mal” liberalismo (económico-financiero, también
llamado hoy neoliberalismo),
situado a la derecha. Lejos de esta visión, desde el siglo XVIII, el
liberalismo se presentó siempre, de manera simultánea, como un pensamiento
doble: un liberalismo político y cultural (el de John Stuart Mill y Benjamin
Constant) y un liberalismo económico (el de Adam Smith y David Ricardo). Estas
dos versiones del liberalismo, representan en realidad las dos caras de una
misma moneda; no son simplemente visiones paralelas, son visiones
complementarias de una misma lógica intelectual e histórica. No existe ninguna
contradicción de principio entre los liberales que luchan por la abolición de
todas las fronteras por motivos económicos y los que luchan por la abolición de
todas las fronteras por motivos supuestamente humanitarios. Por eso, cuando el
PSOE ha gobernado, a pesar de su discurso y de los deseos de su electorado, ha
mantenido la misma línea económica que el PP y por eso el PP, a pesar de su
discurso y de los deseos de su electorado, no ha derogado ninguna de las leyes
de la era de ZP (ni matrimonio homosexual, ni aborto, ni memoria histórica…).
Las “reivindicativas” galas de premios de cine (Goya, Feroz…) y el día (o
semana, o mes) del Orgullo de Madrid no son la negación majestuosa o subversiva
del Foro de Davos; son, al contrario, la realización de su verdad filosófica.
Pero no es únicamente esta doble vertiente de
la lógica liberal la que me ha hecho titular así la entrada, la cosa va un poco
más allá de la simple constatación de la existencia de este pensamiento doble
del liberalismo. La palabra doblepensar
remite a la famosa novela de George Orwell, 1984, y designa
el modo de funcionamiento psicológico de las personas del superestado
totalitario de Oceanía. El doblepensar está
basado en la mentira a uno mismo y permite a los que lo dominan mantener, al
mismo tiempo, dos proposiciones lógicamente incompatibles entre sí. Así lo
describía Winston (o Orwell, haciendo hablar a Winston), el protagonista de la
novela:
Saber y no saber,
hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se
dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos
opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear
la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella,
creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de
la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir
a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo
de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo.
Ésta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la
inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había
realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar
implicaba el uso del doblepensar.
Creo que esta segunda acepción de la palabra “doblepensar” encaja a la
perfección con el régimen mental de buena parte de la intelectualidad liberal
de izquierdas (y de extrema izquierda), desde mayo del 68 como fenómeno global
y que tomó cuerpo en España bajo la era de José Luís Rodríguez Zapatero (aunque
algún sector de esa intelectualidad se autodefina como contraria al PSOE y ZP).
Su abandono del socialismo científico (considerado un proyecto “totalitario”) y
su sumisión progresiva al liberalismo político y cultural (las identity
politics son solamente una de sus múltiples manifestaciones) y el hecho de
que el significante “de izquierdas” se asocie todavía de manera importante al
anticapitalismo (como reminiscencia de un pasado lejano en el que los partidos
comunistas eran, en efecto, anticapitalistas), impide que las personas “de
izquierdas” asuman de manera serena las implicaciones económicas últimas de su
liberalismo cultural.
Para mantener una
apariencia de coherencia filosófica y de no-traición a su historia y sus
principios, esta izquierda se ve obligada a mentirse a sí misma permanentemente
y a inventarse enemigos ideológicos a su medida (designados generalmente bajo
el nombre de “reaccionarios”, “fachas”, etc.).
En 1848, Marx describió, en el Manifiesto Comunista,
la sociedad burguesa y el sistema capitalista de la siguiente manera:
Dondequiera que ha
conquistado el poder, la burguesía ha destruido todas las instituciones
feudales, patriarcales e idílicas. Ha arrancado implacablemente los abigarrados
lazos feudales que ataban al hombre con sus “superiores naturales”, los
desgarró sin piedad y no dejó en pie más vínculo entre los hombres que el del
desnudo interés, el del dinero contante y sonante, el del frío “pago al
contado”. Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el
entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas
heladas del cálculo egoísta. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y
redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a
una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para
decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los nobles ideales
políticos y religiosos, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de
explotación. […] La burguesía no puede existir si no es revolucionando
incesantemente los medios de producción, que equivale a decir el sistema de
producción entero, y con él todo el régimen social. Lo contrario de
cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria
la intangibilidad y persistencia del régimen de producción vigente. La
época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el
constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida
de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una inseguridad perpetuas.
Todas las relaciones sociales tradicionales e inmóviles del pasado, con todo su
séquito de ideas y creencias admitidas y venerables, se derrumban, y las
nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía sólido,
permanente y perenne se esfuma, todo lo sagrado es profanado, y, al fin, el
hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada
fría su vida, sus condiciones de existencia y sus relaciones con los demás.
Marx supo ver que el desarrollo del sistema capitalista implicaba, en última instancia y de manera inevitable, la desacralización y profanación de lo sagrado y lo tradicional en aras del mercado y sus ganancias. Nuestra intelectualidad de izquierdas ha decretado, al contrario, que la ideología cultural que propugna la sociedad liberal contemporánea fundada en la moda, el espectáculo y el consumismo masivo es el tradicionalismo conservador: el decoro religioso y el reforzamiento continuo de las instituciones patriarcales y de nuestras obligaciones patrióticas y militares. Obviamente, basta mirar durante media hora la MTV, la Sexta o Telecinco para ser consciente de hasta qué punto es delirante esa visión de las cosas (y hasta qué punto el barbudo alemán era consciente de la naturaleza del nuevo mundo que nacía ante sus ojos).
Esta delirante percepción no es baladí, sino
que es una de los pilares maestros en los que se apoya el equilibro psicológico
de nuestra intelectualidad. Sin esa falsa percepción, les sería prácticamente
imposible continuar llamando insistentemente a transgredir todas las fronteras,
todas las barreras y todos los límites culturales y morales establecidos. Y si
continuaran haciéndolo, les sería del todo imposible presentarlo como una
subversión del capitalismo y la sociedad de consumo. Les sería imposible seguir
presentando esa “transgresión” como algo transgresor, porque, desde hace ya
unas décadas, la transgresión se ha convertido en la norma (es la dialéctica,
amigo).